El boxeador del Conurbano que estaba para pelear por un título mundial y terminó acribillado de 8 balazos
Nueve días después de haber peleado en Montecarlo, César Abel Romero -29 años, apodado La Bestia- protagonizó un raid delictivo junto a tres cómplices. Efectivos de la Policía Bonaerense mataron a los cuatro.
De origen pobre e infancia difícil en el Conurbano, juventud con más tiempo en la cárcel que en una escuela, padres laburantes y dos de los seis hermanos muertos en enfrentamientos con la Ley, César Abel Romero (nacido el 25 de junio de 1955 en Merlo) parecía haber encontrado un oficio digno y rentable como boxeador. Tenía chances de pelear por un título mundial en Las Vegas, pero reinicidió en el delito y lo pagó con su vida.
Sin la técnica de los grandes estilistas de la época, como Ubaldo Sacco o Gustavo Ballas, pero con una guapeza comparable a la de Víctor Emilio Galíndez o Jorge Fernando Castro, Romero se hizo un nombre en el boxeo de los tempranos 80. Aprendió el oficio tras las rejas, más por necesidad que por gusto, en los patios hostiles de Olmos, Mercedes y Villa Devoto. En alguna de esas frecuentes peleas entre internos no estaba en juego una bolsa, sino la vida.
El 9 de junio de 1984, en un Luna Park que todavía era faro luminoso de la noche porteña, Romero -apodado La Bestia por su estilo salvaje arriba del ring- le ganó a Juan Carlos Giménez, un aguantador medio pesado paraguayo que trajinó cuadriláteros hasta los 50 años.
Confirmaba con esa victoria que el sorpresivo nocaut de 1983 al uruguayo José María Flores Burlón, un habitué de las carteleras, no había sido casualidad. El tipo, ladrón precoz y camorrero viejo, estaba para subirse a un avión e intentar el despegue internacional.
Un boxeador con respaldo futbolero
Juan Carlos Lectoure le consiguió un combate eliminatorio, en una reunión que incluía la presentación del mediano cordobés Juan Domingo (Martillo) Roldán. De la aventura participaron tres personajes del ambiente futbolero, muy cercanos también al pugilismo: Raúl Gámez, luego presidente de Vélez; Hugo Basilotta -dueño de Alfajores Guaymallén, hoy estrella de las redes sociales- y Omar Buchacra, muy conocido en la tribuna de Boca, concesionario de puestos de venta de comestibles en varios estadios. Carlos Bilardo, por entonces DT de la Selección y aficionado al deporte de los puños, apadrinó públicamente la excursión.
Romero debía enfrentar en Montecarlo al venezolano Fulgencio Obelmejías. Si le ganaba, podía desafiar al norteamericano Michael Spinks (hermano menor del desdentado Leon, uno de los vencedores de Muhammad Ali). No se concretó ese sueño. El 14 de julio, en el Stade Louis II, Obelmejías -dos veces retador del coloso Marvin Hagler- lo dominó desde el principio y se impuso cómodamente en las tarjetas.
Raid delictivo en el Conurbano y 8 balazos
Derrotado, sin la ilusión de una retribución millonaria en una velada mundialista, Romero volvió triste. Compró un par de autitos de colección para los mellizos de su matrimonio con Alejandra. Durante alguna sobremesa nocturno, entre botellas vacías y puchos apagados, alguien lo habrá convencido de meter un golpe grande, seguro, de esos que no pueden fallar.
En la mañana fría y nublada del 23 de julio, Romero, con unas relucientes zapatillas que Adidas le había regalado antes del viaje; su hermano Saúl Mario, Daniel Rodríguez -alias Pichi o Cabezón- y Carlos María Centurión salieron enfierrados a bordo de un Dodge 1500. En el camino robaron un VW Gacel.
Con ese vehículo, sin sospechar que el dueño los había denunciado en una seccional de la Policía Bonaerense, asaltaron una empresa de autotransportes en Villa Madero. Se llevaron 250.000 pesos sin resistencia.
No conformes con el botín, se dirigieron a Isidro Casanova. Allí apuntaron a Almafuerte, otra compañía del mismo rubro. Estaban por escapar con alrededor de 34.000 pesos cuando aparecieron dos patrulleros, al mando del comisario Héctor Alcántara. Los cuatro delincuentes fueron abatidos.
Entre los 32 tatuajes que lucía el castigado cuerpo de César Romero, uno en el brazo izquierdo rezaba: «Vieja, nunca más». Era una promesa que le había hecho a su madre: jamás volvería a pisar una prisión. Cumplió.