La vida increíble y la trágica muerte de Garrafa Sánchez, el crack rebelde que no jugó en Boca por culpa de una moto
Ídolo en Banfield, amado en Laferrere, murió muy joven. Cuando su carrera recién empezaba tuvo su chance en el Xeneize: el insólito motivo por el que Bilardo lo tachó. Este 26 de mayo hubiera cumplido 49 años.
Lo conocieron como Garrafa Sánchez desde que asomó descalzo en un potrero desamparado de La Tablada. Sea por su apodo o por su nombre, José Luis, se trata de uno de esos personajes legendarios del fútbol argentino. Nacido en una villa, criado en Gregorio de Laferrere, ídolo en tres clubes donde dejó su impronta descarada, y tan marcado por un rebelde amor por las motos que le quitó la posibilidad de jugar en Boca Juniors y, en un trágico final, le arrebató la vida cuando recién había pasado los 30 años.
Es otro caso, como los de Trinche Carlovich, Beto Pascutti o Banana Galbán para abreviar la lista, que demuestran, de manera palpable, que la condición de ídolo no siempre se vincula con títulos ganados, goles convertidos o récords imbatibles. Ni siquiera con la cantidad de partidos en Primera División.
Garrafa Sánchez fue querido por sus formas: las de jugar y, también, las de vivir, tan parecidas a las de miles de pibes del conurbanos bonaerense que sueñan, se despiertan y vuelven a dormirse con una pelota en la cabeza o, mejor dicho, debajo de la suela de una zapatilla descosida.
El apodo de José Luis Sánchez podía asociarse con su figura retacona, ancha, a veces con algún kilo de más, pero no. Su padre, Don Raymundo, vendía garrafas en una zona de La Matanza donde todavía falta el gas de red. Y el hijo lo ayudaba en esa tarea que dejaba muchas más cicatrices en las manos que dinero en los bolsillos.
La pasión de Garrafa Sánchez por las motos
Garrafa nació y pasó sus primeros años en la Villa La Jabonera de La Tablada. Allí estuvo hasta los 13, y dijo haber visto los azotes de la marginalidad en muchos de sus amigos, los que murieron más joven que él marcados -según lo relató el propio Sánchez- por la droga o la delincuencia. Su familia pudo dar un salto cuando, ya adolescente, se mudó a Laferrere, donde nació el amor por el club homónimo del que siempre se declaró hincha.
El andar cansino de Garrafa, su capacidad para pisar el balón y tenerlo bajo control adormeciendo el ritmo, era inversamente proporcional a su gusto por la velocidad arriba de una moto, el medio de transporte que utilizaba cuando los primeros billetes del fútbol profesional no le alcanzaban para comprar un auto.
Así, acelerando arriba de una moto, lo vieron a Garrafa en una mañana de 1996, cuando se dirigía a una práctica del Boca conducido por Carlos Salvador Bilardo. De hecho, cuenta la anécdota que Sánchez no se dio cuenta que en viaje hacia a Ezeiza (el plantel xeneize se entrenaba en el predio del Sindicato de Empleados de Comercio) pasó a gran velocidad al auto en el que viajaba el propio Narigón.
El Doctor, que no escatimaba cuidados defensivos pero percibía rápido a los habilidosos y no dudaba en sumarlos a sus filas, quedó impresionado por la gambeta y el manejo de ese zurdo de pelada incipiente después de un amistoso de los Xeneizes contra Laferrere, donde el protagonista de esta historia había debutado tres años antes en un clásico contra Almirante Brown y jugando como… lateral izquierdo.
El problema fue que el propio director técnico, en compañía de su asistente Nery Alberto Pumpido, descubrió que su último hallazgo se movilizaba de esa forma para ir a los entrenamientos. “El lugar me quedaba lejos y no iba a subirme a un colectivo para llegar cansado”, argumentó Garrafa con una lógica difícil de refutar. El enganche no se andaba con chiquitas: manejaba una Honda CBR 600, una moto que ya por aquellos tiempos superaba con holgura los 200 kilómetros por hora de velocidad máxima.
Algunos consagrados de la Selección dirigida por Daniel Passarella, entre ellos Diego Simeone, Matías Almeyda, Sebastián Verón y Roberto Ayala, se sorprendieron alguna vez de las destrezas de ese muchacho con cara de grande que llegó a pintarles la cara en un amistoso (triunfo para Lafe, supuestamente 3-1, aunque nunca se confirmaron las cifras porque el Kaiser solía ser escondedor de las noticias negativas).
El Garrafa de Banfield
La etapa cumbre de José Luis Sánchez, después de sus incursiones con El Porvenir y Bella Vista de Uruguay, fue con el Taladro, que logró subir a Primera en la temporada 2000/01. La gente de Banfield recuerda todavía aquella demostración de virtuosismo no exenta de guapeza, para bancarse las patadas del Chapu Braña, que dio Garrafa en la goleada 4-2 frente a Quilmes, en el Estadio Centenario, para sellar el regreso a la máxima categoría.
Un gol suyo de penal abrió la cuenta. Lo ejecutó con maestría, fiel a su estilo, con un toque suave de cara interna. Nunca fusiló desde los 12 pasos. En algunas ocasiones quiso picarla y no le salió bien, pero jamás cambió su manera delicada, fina, aprendida en el campito.
Garrafa se mantuvo leal a sus creencias y por eso volvió a Deportivo Laferrere, aunque supiera que los sueldos prometidos se atrasarían, que el nivel de algunos compañeros sería muy bajo y que hasta algún hincha se iba a enojar después de una derrota inesperada como local.
Aun así, dejó su impronta de tipo distinto. Leonardo Peluso, un periodista que lo conoció muy bien como amigo y como vecino de Laferrere, reflejó varias historias alrededor de un personaje de cuento. Por ejemplo, que su último regreso a Lafe fue con el club en Primera C y una situación económica compleja. En su primer día, apareció con 20 pares de botines para los chicos de la Cuarta División.
Su andar pachorriento en las canchas contrastaba con su propensión al entrenamiento exigente. En su última pretemporada, el plantel de Laferrere salió a correr desde el predio en Ruta 21 y Cristianía hacia la autopista Richieri. Debían trotar pero Garrafa metió un pique que le permitió sacarle 100 metros al resto del plantel: sus compañeros no pudieron notar que se iba quitando la ropa en plena vía pública. Cuando llegó a una camioneta, desnudo, soltó un “estoy impecable”.
El último despiste
Y así como siempre quiso la camiseta del Villero, tampoco renunció a las motos por más que dispusiera de los recursos para desplazarse en vehículos que le garantizaran otro confort y una mayor seguridad. Fue en dos ruedas: el 6 de enero de 2006 salió sin casco de su casa, quiso hacer una pirueta absurda y sufrió un accidente fatal.
Quedó internado en un coma irreversible hasta que falleció dos días después, el 8 de enero. Para agrandar el mito, para volverse mural en esquinas humildes de La Matanza, Garrafa murió demasiado joven. Apenas tenía 31 años. Este viernes 26 de mayo hubiera cumplido 49.